Un siglo después de la llegada al poder de Benito Mussolini, una dirigente política que se manifiesta públicamente como ferviente admiradora del dictador italiano, Georgia Meloni, acaba de ganar las elecciones y será, con toda probabilidad, la próxima primera ministra. Le apoya una coalición en la que, además de su organización, Fratelli d´Ítalia (Hermanos de Italia), versión siglo XXI del Partido Fascista, aparecen otros sectores ultraderechistas, como la Liga del ex ministro del Interior Matteo Salvini, además del exmandatario condenado por corrupción, Silvio Berlusconi.
El triunfo de la extrema derecha en las elecciones generales de Italia se suma a la presencia de formaciones populistas de similares características en las presidencias de los gobiernos de Hungría, Polonia y, hasta hace pocos meses en Eslovenia. Tras haber formado parte, en etapas recientes, de los ejecutivos de Países Bajos, Finlandia o Austria. También se añade al segundo lugar conseguido en Suecia por el partido ultra Demócratas Suecos en los comicios del pasado 11 de septiembre. O a los buenos resultados de Marine Le Pen, de Agrupación Nacional, en las presidenciales francesas del pasado mes de abril: pese a perder con Emmanuelle Macron alcanzó el 42% de los sufragios, es decir, ocho puntos más que los que obtuvo en 2017.
También en el Estado español la ultraderecha cuenta con un amplio grupo parlamentario en el Congreso, presencia en los parlamentos de numerosas comunidades autónomas y, desde el pasado mes de abril en el Ejecutivo de Castilla y León. En este último caso, el PP -muy alejado de lo que predicaba y hacía Angela Merkel, que nunca permitió que su partido gobernara en un Lander con los extremistas de derechas- le ha dado la Vicepresidencia de la Junta de CyL, además de llevar a cabo una más que estrecha colaboración en otras comunidades y ayuntamientos. Lamentablemente, y a diferencia de la excanciller alemana, la derecha española ha aceptado el apoyo de los extremistas autoritarios y que estos condicionen algunas de sus políticas autonómicas, ya sea en materia educativa o en igualdad entre mujeres y hombres, con significativos pasos atrás en derechos.
Trump/Putin
Es cierto que el fenómeno es mundial. Donald Trump fue presidente de Estados Unidos y se resistió en la derrota electoral de 2020 a aceptar el resultado de las urnas, no dudando en alentar levantamientos violentos, como la ocupación del Capitolio, en lo que fue un proceso de intento golpista. Bolsonaro ha gobernado en Brasil y en el último año no ha parado de cuestionar preventivamente los resultados de las urnas en las elecciones de este domingo 2 de octubre; si le son desfavorables, claro.
Curiosamente, buena parte de las extremas derechas europeas no solo han simpatizado y simpatizan con Trump, sino que han mantenido unas excelentes relaciones con Vladímir Putin. Aunque ahora dirigentes cercanos a Santiago Abascal como Eriz Zemmour, candidato ultra en la primera vuelta de las presidenciales francesas, o Marine Le Pen, traten de ocultar su relación con el líder ruso. Hay que recordar que Zemmour llegó a afirmar que soñaba “con un Putin francés” y, asimismo, las fotos de Le Pen con Putin que ilustraban folletos de la campaña por las presidenciales francesas, que fueron convenientemente retirados tras la invasión rusa de Ucrania.
Las formaciones que integran las extremas derechas europeas sostienen un coctel ideológico en el que, con diferentes prioridades en los distintos estados, con mayor o menor peso en sus discursos y programas, mezclan el rechazo a la inmigración, la homofobia, el antifeminismo y el antieuropeísmo. Así como el negacionismo ante la crisis climática, a la que banalizan pese a las evidencias científicas y la cada vez más reiterada presencia de fenómenos meteorológicos extremos.
En el caso del Estado español, la ultraderecha incide en su negación de la violencia machista y en su oposición a los avances legislativos y sociales para las personas LGTBI, así como su criminalización de las personas migrantes, especialmente los menores, con un discurso que contribuye a alimentar el racismo y la xenofobia; o en su justificación y aplauso a la dictadura franquista. Y es, además, profundamente centralista, mostrando abiertamente su intención de romper con el modelo autonómico sustentado en el título VIIIº de la Carta Magna.
Lo sucedido en Italia es una pésima noticia. Un siglo después del ascenso de Mussolini al poder no debemos olvidar lo que supuso el fascismo y el nazismo en los años 20, 30 y 40 del siglo XX: persecuciones, crímenes masivos, eliminación de las libertades, fulminación de la democracia. Culminando con la Segunda Guerra Mundial, en la que perdieron la vida más de 50 millones de personas, y en esa misma etapa con el Holocausto, una de las páginas más terribles de la historia de la humanidad.
Malestar social
No podemos ignorar que la expansión de los populismos de extrema derecha se alimenta, en buena medida, del malestar social consecuencia de la precariedad laboral, social y económica que afecta a amplias capas de la población, por el retroceso de las políticas redistributivas propias del Estado de Bienestar, con su terrible corolario de pobreza, marginalidad y desigualdad. Aunque es cierto que en las crisis más recientes los estados han jugado un papel bien distinto a lo que sucedió tras la crisis financiera de 2008, colocando en esta ocasión significativos recursos públicos para paliar sus nocivos efectos -desempleo, empobrecimiento, desahucios…- sobre la gente.
Pero siguen existiendo importantes brechas sociales y, con la ayuda del desprestigio de la política y de los partidos tradicionales, de la desinformación y la extensión masiva de bulos, se abre un hueco importante para el crecimiento del populismo, la demagogia, la búsqueda fácil de chivos expiatorios y la veneración de líderes autoritarios que ofrecen respuestas simplistas a problemas complejos. Como sucedió en distintas etapas históricas en las que llegaron al poder, con o sin las urnas, propuestas políticas totalitarias.
Frente al fascismo solo cabe responder con la máxima unidad de los demócratas frente a la intolerancia, no dando cobertura a la extrema derecha y, sobre todo, fortaleciendo los derechos y libertades y construyendo colectivamente una sociedad más justa, más sostenible, más equilibrada y con mayor equidad.
Meloni no es una anécdota. Como no lo son Orbán, Trump, Bolsonaro, Le Pen o Abascal. Constituyen una grave amenaza para la democracia y para la armónica convivencia en sociedades, las de esta tercera década del siglo XXI, que son plurales en lo ideológico, pero también en el origen étnico o nacional, en la diversidad sexual o en lo religioso. Y que no pueden ni deben ser quebradas por posiciones extremistas que, lejos de cohesionar, fracturan a las sociedades, marginan, estigmatizan a personas y colectivos; y abren la puerta a la repetición de la barbarie sufrida en el siglo XX. Son, sin duda, muy malos tiempos para la Unión Europea y para las libertades. Malos tiempos para la lírica, como cantaba Golpes Bajos a principios de los ochenta, recuperando el título de un poema de Bertolt Brecht en el contexto del ascenso del poder de los nazis en Alemania. Muy malos tiempos para la democracia. Muy malos tiempos para la humanidad.